Silvio: trovador de todas las generaciones

Sobriedad. Todo denota la más calculada sobriedad. Cuatro o cinco sillas. Partituras. Una guitarra inclinada. Luz y silencio. Luz amarilla y escenario pulcro. Desde el fondo del teatro los rostros no se definen. Son solo siluetas recortadas contra un oscuro telón de fondo.

Otra cara se vislumbra. Otra representación mental suple los semblantes comunes. Íconos. Si Alicia es una zapatilla frágil y Guillén unas gruesas bembas de negro, Silvio debe ser un hombre extraño, el acorde extraviado de una nación sui géneris. Si Raquel Welch era “El cuerpo” y Frank Sinatra era “La voz”, Silvio será, no la música ni la poesía, pero sí un significante que encierre la matriz común de Sindo Garay y Walt Whitman, de Nogueras y Bob Dylan.

En el claro de la luna parece una buena canción para iniciar. Un hachazo oculto. Un disparo certero. Así empezamos zanjando la calma de la noche.

En el claro… no ha transcendido como un himno multitudinario, no ha caído en el centro de las distintas generaciones como una onda expansiva al estilo de Unicornio, Rabo de nube o Te doy una canción. No es tema que seduzca de una oída. Es más bien una lucha personal, un cuarto oscuro, un trayecto cortante, la mirilla roja sobre la frente.

Luego viene Chile. O no. Viene una canción compuesta en Chile, pero que habla de América. Habla de América y de Ernesto. De una mano larga para tocar las estrellas y de una presión de Dios en la huella. (A esto me refiero cuando menciono a la vieja trova y al poderoso hijo de Manhattan.)

Ahora sí. Ahora acude la tierra de la Mistral y de Gonzalo Rojas, y viene el mil nueve siete tres y el 11 de septiembre, y viene la muerte y los huesos quebrados, el miedo, las bombas, la distancia insalvable, el ruido de la sólida ceniza de una época y la memoria intacta, aún la memoria intacta en Santiago de Chile.

El orden se dispersa. Surgen voces ¡Vivas! ¡Gracias! Lo ordinario. Lo de siempre. Y acentos andinos. Indios mapuches. La dicha y el quebranto. Violeta Parra. Porque el concierto -quién no lo sabe- está dedicado al bicentenario de la República de Chile. Pero es en Cuba. En la Habana. Y pudo haber sido en una avenida de Bogotá, o en Mar del Plata, o en Puerto Príncipe, que es todo la misma latinoamericana cosa.

Se escucha Óleo…, Mariposas, Canción del Elegido, Papalote, Días y Flores, Quién Fuera, con el abanico débil de su voz fragmentada. Una voz que hace temer, una voz de soledades múltiples, a punto de romperse en ciertos giros, como una cuerda de muelle húmedo.

Silvio ha saltado un listón. Está en un sitio confuso, que pudiera ser la trascendencia, pero que no es la trascendencia; es más cercano. Si fuera la trascendencia, la inmortalidad o ilusiones de tan profundo vacío, el trovador no hubiera esparcido temas recientes, lucidez congénita, arte de aquí y de ahora.

Asoman fantasmas. La gran mayoría del teatro (perdón, el teatro es el Lázaro Peña y es la noche del 10 de septiembre del 2010, aunque los datos ahora importan poco) es lo que hoy conviene en llamarse juventud. Esto habla por las claras de ambos lados. Dice mucho de Silvio y dice mucho de la juventud. Personas que nacieron a finales de los ochenta e inicios de los noventa, con El necio y con Escaramujo, en la época tardía en la que el artista ya era el artista, cuando Silvio ya era Silvio. Más legendario y menos público. Y era ídolo de otra generación, de la suya, no de los frutos raros del Período Especial.

Siguen rondando espectros. Se descubre el inicio inconfundible de La Maza. Transcurre otro emblemático himno. La gente aplaude. Aunque hubiera cantado una zarzuela aplaudirían igual.

Se termina. Nadie cae en los lugares comunes. Nadie pide otra. Solo se chifla y se llaman las cosas por su nombre: ¡Ojalá! ¡Ojalá! Pero lo que se deja oír, sin elocuencias previas, es Demasiado.

Alguien puede pensar que sea estilo propio. Ir contracorriente. Y quizás lo sea. Pero pudiera entenderse de otra forma. Aquí lo que interesa es la canción y no el autor. Lo otro es proteína para folletín volátil. Al fin y al cabo desde las últimas filas el rostro de Silvio no se define. Ni su cuerpo tampoco.

En los conciertos siempre falta algo. Existe como un deseo de atraparlo todo, pero eso no ocurre en los teatros, con cientos de personas alrededor. Son instantes muy cortos, demasiado veloces para los sentidos. El pensamiento tarda en llegar. Los héroes de la infancia son los héroes de la infancia. El amor es el amor. Las ausencias son las ausencias. Por ejemplo, Esta canción, esa en la que uno se percata de que miente, de que siempre ha mentido, nunca será famosa. Pasa despacio. Como pasan las noches rígidas y las crónicas incompletas.

Envolvente, tal vez perfecto el trío Trovarroco. La flauta de Niurka González. La percusión de Oliver Valdés. Y la silueta de Silvio Rodríguez. O sea, la música de Compay Segundo y el pulso insondable de César Vallejo. De eso se trata. De una cápsula caótica, exacta, hermosa y sencilla. Al estilo de Pequeña serenata diurna. Algo así y de ese modo he intentado explicarles. La música se escapa. Lo otro es el silencio.

Carlos Manuel Álvarez Rodríguez

Fotos: Iván Soca (tomadas de Cubadebate)

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2 Responses to “Silvio: trovador de todas las generaciones”
  1. Sin dudas un gran músico. Entregado al arte de hacer música y no solo de crear. El talento en si habla por si solo.

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