Devuélvanme mi Whestinghouse

Posted by destinocuba on marzo 31, 2010 · 59 comentarios 

El cambio de los viejos refigeradores resultó una vía para bajar el consumo eléctrico del país.

Si por obra y gracia divina me encontrara ahora con el genio de Aladino, le pediría un único deseo. Renuncio a los dos restantes, por tal de que me devuelva mi viejo Whestinghouse. Sí, ese mismo, el que hace apenas dos años cambié por un Haier chino de doble temperatura.

Puede que esté loca, pero como aquel refrigerador no hay nada en este mundo. Era de peltre y acero inoxidable. Más duro que un tanque de guerra. Y con un motor a prueba de truenos y de cambios de voltajes, la pesadilla de los equipos electrodomésticos en Cuba.

Cuando se lo llevaron, entre cuatro hombres, hice hasta pucheros.  Mi consuelo por esos días fue que ya no tendría que limpiar un congelador más nunca en mi vida, y que me ahorraría unos pesitos en el servicio eléctrico, aunque nunca he consumido más de 200 kilowatts por mes. Bajo ese espíritu, el del ahorro energético, mi casa comenzó a llenarse de nuevos efectos electrodomésticos. Llegó la olla arrocera Liya, un calentador de agua, la olla de presión Reina, el televisor Panda, un monitor THTF, un ventilador Deluxe Fan… Lo que un tiempo era de tecnología rusa lo fui cambiando rápidamente por nuevas marcas chinas.  Pintaditas, sin mucho peso, funcionales y hasta con lentejuelas.

Por dos años estuve feliz, y ya no me acordaba casi de aquel Whestinghouse que funcionó por más de 60 años. Pero desde hace dos meses vivo en una zozobra. Ni mi fama de obsesiva compulsiva con el orden y la limpieza me ha podido librar de esta crisis doméstica interna.  La nueva tecnología adquirida, y la que aún estoy pagando a crédito, comenzó a fallar. Se me rompieron al mismo tiempo la olla arrocera, el calentador de agua y el ventilador. La puerta del Haier comenzó a inflarse. La olla de presión de tres válvulas para que funcione tengo que hacerle hasta cosquillas, y apretarle un tornillo en el mango cada vez que la uso.  El juego de calderos perdió el color y parte del teflón… ¡Qué locura!

Mucha chatarra salió de circulacion con el cambio de los refrigeradores.

Recuerdo que en la era rusa nos quejábamos, con toda razón, de la poca estética de sus equipos, de su sobreconsumo eléctrico, de lo ortopédicos que resultaban.  Pero cómo le sacamos el kilo a aquellos armatostes. Qué me dicen de la lavadora Aurika. Lo mismo se usaba para lavar ropa, que para echar aire en una ponchera, cortar el césped o hacer puré de tomates. ¡Qué motor! Todavía sobreviven algunos de sus ejemplares en formato reducido, y tirándole un cabo a no pocas mujeres, que aún no han chocado con las maravillas de las lavadoras automáticas.

Por supuesto que estoy a favor del desarrollo y tengo conciencia ecológica. Aplaudo toda iniciativa para consumir menos petróleo, atenuar  el calentamiento global y eliminar la emisión de los gases que provocan el efecto invernadero. Pero también tengo conciencia económica, a lo macro y a nivel de mi bolsillo. Lo barato siempre sale caro. Y esta máxima sirve  para administrar una casa que un país. Durabilidad es un valor importante a la hora de sacar las cuentas de la efectividad de cualquier inversión.

No descarto que tenga mal karma o que un espíritu burlón se haya hospedado debajo de mi cama, pero no tengo suerte con los equipos o baratijas asiáticas que poseo,  comprados aquí o en la Conchinchina. Un amigo me trajo desde Madrid un par de sandalias chinas, y el mismo día que las estrené soltaron el tacón en las calles de La Habana. Otra amiga me envió desde Toronto una batidora, también Made in …, y los acoples plásticos se hicieron añicos en menos de un año.

Para nada quiero armar un conflicto con el Gigante chino, pero mi casa no es la única que posee estos equipos o friega con esponjitas traídas desde el otro lado del mundo y que se gastan en una sentada. El país ha adquirido millones y millones de efectos electrodomésticos y bisutería de esa nación. ¿ Y si mi crisis  se generaliza? Sé también que se ha invertido en piezas de repuestos y talleres de reparación, pero el país más sano no es el que mayor cantidad de medicinas compra. Mejor es no enfermarse.

Como pertenezco a las huestes de los que trabajan para vivir, ojalá pudiera adquirir un refrigerador cada quinquenio. Eso sería sinónimo de prosperidad.  Pero como aún no me puedo dar ese lujo, me doy el de soñar con mi viejo Whestinghouse otra vez en mi cocina.

Katia Monteagudo

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